
Si me ofrecieran para mí solito una playa en el Caribe donde descansar, seguramente rechazaría la oferta yéndome a tomar una buena ración de soledades frías en Groenlandia, por ejemplo.
Qué queréis que os diga, no me he vuelto loco pero me tira lo extraño, lo infinitamente blanco, lo silencioso y enigmático, y eso que mis mayores hazañas oficiales se pueden contar con los dedos de una mano: dormir en las campas de Arraba a seis grados bajo cero; pasarme dos días más solo que la una en mitad de Urquiola; o alcanzar el puerto de Algorta a nado previa travesía de El Abra. Aunque hay más, obviamente, pues 51 años dan para mucho, pero no son narrables.
Sí, he vivido nadas inmensas cuyo tránsito no le deseo ni al peor de mis enemigos; soledades gélidas que dolían como si me estuvieran partiendo en dos; incomprensiones prolongadas en el tiempo que parecieron en su día condenas a cadena perpetua… De manera que habiendo salido ileso de todas estas circunstancias que acabo de contar, me ha quedado una especie de impronta con la que he aprendido a convivir con bastante naturalidad, hasta el punto de que echo de menos algo que hubo y que no hay porque reconozco haberme sentido infinitamente más vivo en mitad de la nieve y sin brújula, que ahora que las cosas, por fortuna, van como cualquier ser humano aspira a que vayan.
Repito que no me he vuelto loco ni nada parecido, al menos de manera consciente, pero negar tal rareza que me decora a estas alturas de mi vida sería como renunciar públicamente a la compañía del tipo que más veces me ha salvado el culo, y entendedme, por simple cautela prefiero que siga estando donde ha estado siempre para echarme una mano cuando ha hecho falta, y lo más cómodo posible.
Y si él quiere ir al norte, volver a los silencios perpetuos, a luchar por la vida porque de otra forma se escapa, a vender cara la piel, a soñar por si suena la flauta… pues allá que voy yo a su sombra, por mucha playa caribeña que me pongan como cebo para seguir aumentando la circunferencia de mi barriguilla mientras asesino días y días que si no lo remediara caerían por su peso al cesto del olvido.
Esta semana ha sido dura, en cierto modo estresante si no fuera porque vuelve a haber una meta difusa en el horizonte que quiero alcanzar.
Anteayer hice noche en el estudio para doblar la rodilla a las 10 de la mañana, como un jabato, como si tuviera veinte años menos. Nada del otro jueves (nunca mejor dicho). Había que intentarlo y no me lo pensé dos veces, y no me arrepiento aunque me siento molido por fuera y por dentro, porque como he dejado dicho al comienzo, entre algo fácil y algo difícil, lo que me ha hecho sentir tan vivo otras veces me está animando a tomar el camino menos dulce ya que sé perfectamente que es el que realmente merece la pena, y porque en el fondo intuyo que de eso va todo esto que llamamos sentirse vivo.